Apuro el paso para alcanzar a la combi que acaba de detenerse en el paradero prohibido. Sí, apuro mis piernas como me enseñaron en el colegio, a caminar con “paso ligero” cuando había un simulacro de temblor. Hoy me sirve más para alcanzar combis que para salvar mi propia vida. Para variar estoy tarde, para variar no miro al cobrador a los ojos cuando pago el pasaje, para variar me dan una moneda que pienso -tiene que ser falsa- pero no reclamo nada. Me tiro en el primer asiento vacío al lado de la ventana y reviento el volumen de mis audífonos, total ya estoy un poco sorda y no aguanto la cumbia de este carro.
El cielo gris me distrae de la hora, no tengo idea de qué tan tarde voy a llegar a mi clase. De nuevo el mismo trayecto que me sé de memoria; las mismas casas y graffitis en las paredes, un par de avisos nuevos demasiado estridentes y entonces pienso… ¿qué fecha estamos? ¿qué día es hoy? ¿hace cuantos días que no voy a ver a mi abuela en el hospital?
De pronto siento que ya no estoy viajando en Javier Prado, creo que estoy en un túnel amarillo y el carro va a 120 kilómetros por hora. Mi memoria me pone imágenes en la ventana que se suceden una tras otra sin aparente orden cronológico, qué carajos está pasando.
Me veo en un enorme ascensor lleno de gente, tirada en el jardín leyendo un mensaje de mi papá: “tu abuela está en cuidados intensivos”, saliendo del hospital a las ocho de la noche completamente a oscuras, entregándole mi dni a una enfermera que me mira con pena, lavándome las manos con alcohol y poniéndome una bata para entrar a su cuarto, hablando con ella y contándole que al día siguiente me voy de paseo, agarrándole la mano hinchada, llorando de pie al lado de su cama, mi primo abrazándome mientras temblaba, mi mamá y mi hermana sentadas en la cama llorando un miércoles 24 de julio en la madrugada…
Regreso del vacío, del hueco en mi memoria y me doy cuenta que no soy la nieta ingrata. Que han pasado dos meses y que ya no tengo que ir a verla en el hospital, que se acabaron los 15 minutos contados de mirar las máquinas y apretarle las manos frías, de rezar en silencio y no saber qué decir en voz alta. Que hoy solo me queda ir al cementerio y ponerle flores, extrañarla siempre y tragarme las lágrimas que están a punto de desbordar mis ojos cuando la pienso.
Casi como un alivio, hoy te vi en mi sueño. Te habías mudado a una nueva casa y ahora algunos de mis primos y yo teníamos el privilegio de vivir contigo. Tenías exactamente la misma ropa que hace unos tres cumpleaños pasados míos. Estabas feliz, sonriendo, abrazándome sin parar. Regañando a mi mamá como solías hacer siempre, defendiéndome y engriéndome. Yo también sonreía, me dejaba abrazar, permitía que el sentimiento de tranquilidad me llenara por completo.
Ya no me persiguen más imágenes de hospitales ni tristezas, no me siento ingrata ni malagradecida como me llaman por aquí. Te he visto sonreír de nuevo y sé que desde donde sea que estés me miras como quien dice “no te preocupes, todo va a estar bien”. Gracias por enviarme ese abrazo, tu amor sin duda sobrepasa espacio y tiempo, sé que esta carta también llegará hasta el cielo.
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