Todo está bien si
tan solo te pienso, si en medio de toda la gente entre la que camino estoy
riéndome sola, escribiéndote alguna tontería. Tengo los ojos siempre un poco
pegados a la pantalla, si se enciende la lucecita morada me lanzo sobre el
teléfono aunque tenga que hacer malabares de ninja para alcanzarlo. Nadie
entiende y no me tomo la molestia de explicar qué está pasando.
No quiero
pronunciarme definitivamente sobre lo que siento cuando estoy contigo, no
quiero analizarlo demasiado, no quiero llegar a ninguna conclusión. Me siento
satisfecha dando un paso adelante del otro sin pisar las líneas del medio, como
juegan los niños, hay algo de encantadora incertidumbre en no saber si
caminamos juntos hacia algún lugar. No he maquillado mis virtudes, cada palabra
mía que ha llegado a tus oídos habitó en algún momento mi cabeza, no hay ningún
misterio.
A veces creo que me
muevo muy rápido para ti y no puedes seguirme el paso. Yo no camino; corro,
hablo de más y luego pido perdón, exploto, me pongo a llorar, te abrazo y luego
te empujo. No voy a decirte que te quedes cerca y seas un espectador, solo
espero que estés haciendo la cola para subirte a esta montaña rusa. No me avergüenza
decir que pienso más con mi ombligo que mi cabeza, y muchos podrían argumentar
que estoy saltando adentro de una burbuja que está a punto de explotar. Pero
estoy saltando, estoy feliz, nadie mira lo que veo yo.
Para hacerles honor
a las madrugadas de confesiones solo estoy escribiendo de noche. No te voy a
mentir: quiero canjear caras por besos, quiero pensar qué haríamos si llegáramos
a robar un perro, quiero hacer una pijamada. Quisiera que no importaran
demasiado todos los que miran y todos los que hablan, que se diluyeran sus
ruidos en un eco en tu cabeza. Soy dinamita contenida en tu abrazo, y mientras
estoy ahí no hay espacio para sentirme triste.
La luna gigante, la
bendita constelación de Orión que busco siempre en el cielo, fumarme un cigarro
y caminar a tu lado: es toda la conjunción de fabricar un silencio perfecto. No
tengo la necesidad de abrir la boca para llenar el espacio entre nosotros, y
para la niña que habla hasta por los codos eso es todo un tesoro. El tiempo
maldito acelera sus agujas cada vez que estamos solos, no sé si tú y yo nos
congelamos o el resto del mundo se mueve rapidísimo, y sentimos que volvemos a
la realidad si de casualidad miramos la hora.
No sé si alguna vez
te lo dije, pero tengo fotos de techos en mi computadora. Siempre me gustaron,
me dan curiosidad, y como amo las alturas son coincidentemente mis espacios
favoritos. Ahora es uno de esos techos el tuyo y aunque no tengo fotos, lo
visito en mi cabeza. Subo las escaleras, abro la puerta y corro a apoyarme en
algún borde, a buscar con los ojos al gato de tu vecino o contar los aviones que
pasan mientras el viento me despeina.
Si tengo sangre en
todas las venas y un corazón que late siempre muy fuerte y piernas que tiemblan
y no por la fiebre, yo me enamoro y me vuelvo loca. No en estricto orden, pero
lo hago. Tengo también miedo, pero por primera vez en mucho tiempo no esconde
ganas de huir. Es como si me parara en el borde de un techo, estoy mirando al
vacío y solo quiero dejarme caer para tener esa sensación increíble de que el
estómago te sube a la cabeza y que por un par de segundos es posible tener dos
pies y volar. Y quiero que esa caída no termine, no quiero llegar al suelo y
mucho menos estrellarme. ¿Se pueden soñar tantos imposibles?
Tengo una confesión más
que hacer esta noche: me muero por tirarme de tu techo, y sé que hay un jardín
cerca que podría salvarme de ser neuronas desparramadas en pavimento.
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